Llevo desaparecido un tiempo y sin escribir en el blog desde diciembre. Vamos, que son las primeras palabras de dos mil veintitrés. Tengo un buen motivo, y es la mudanza más maratoniana que podría haberme imaginado. En los últimos quince años me había mudado unas seis veces, pero siempre de pisos pequeños (más bien estudios, cajas de zapatos…) en los que habíamos estado poco tiempo, pero esta vez era diferente. Siete años de vida en un piso es mucho y casi puede con nosotros. El esfuerzo merece la pena, por tener piso propio por primera vez y emprender una nueva aventura de vida, pero está siendo una dura prueba. Tanto que ha habido que hacer dos mudanzas, no una, porque en un viaje no fue suficiente para llevarlo todo, que en total han sido unas setenta cajas y ha hecho que acabara poniéndome enfermo hasta el punto de no poder ni levantarme para trabajar el pasado miércoles.
El estrés de los papeles para conseguir la hipoteca, ir y venir, no dormir pensando en no conseguirlo, después conseguirlo por fin teniendo las llaves del piso el pasado diez de enero y ahí empezar con una dedicación a tiempo completo al traslado y preparar el hogar. Pintar, buscar muebles, que los pongan, la mudanza, empaquetar todo, después desempaquetarlo (aún hay muchas cajas sin abrir)… Demasiado esfuerzo y aún no estoy recuperado del todo de mi epiglotitis y traqueotomía. El cuerpo tiene un límite y, pese a la ilusión, todo lo demás lo enturbia.
Mucho estrés, mucho agobio… pero ya hay un lugar al que poder llamar hogar y hoy se cumple una semana viviendo en el nuevo piso… entre cajas…