A punto de cumplirse un año de aquel fatídico día que cambió mi vida, veo todo lo que ha cambiado desde entonces. Casi nada es como era antes de aquella enfermedad que estuvo a punto de matarme. Cambios laborales, mudanza y, sobre todo, cambios internos. Una de las cosas que más puede ver la gente es el cambio físico. No solo la cicatriz que luzco en el cuello por la traqueotomía, sino que poco tengo que ver con el Javier de antes de aquello.
Dos semanas en el hospital (la mitad del tiempo sin comer, beber ni poder hablar nada) y muchísima medicación que me metieron provocaron un cambio físico que salta a la vista. Perdí mucha masa muscular y, durante esta larguísima y dura recuperación (que aún no ha terminado del todo, pero casi casi), en vez de recuperar peso, he seguido adelgazando.
Muchos que me conocen resaltan mi delgadez, me piden que coma (como si no lo hiciera) e incluso algunos dicen que antes estaba mejor. Pues no, no estaba mejor. Era una persona mucho más triste. Es verdad que estoy tan delgado que la ropa pequeña de hombre me suele estar grande, pero es la primera vez en muchísimos años que me veo de verdad bien. Esta ha sido la parte buena de mi enfermedad. Suena fuerte decir que haber estado a punto de morir tiene partes buenas, pero las tiene, y unas cuántas. Una de ellas es mi cambio físico que ha hecho que coja confianza conmigo mismo, que esté más a gusto con cómo soy y que me ayude a controlar mis complejos y mis eternos trastornos alimenticios. Ahora me veo bien, sé cómo me tengo que cuidar, como más sano que nunca, estoy más en forma y ágil que cuando tenía veinte años y, lo que es mejor, tengo más ganas de vivir que nunca.